Aunque por suerte no es lo que me pasa en mis actuales trabajos (y pasados, ya desde hace tiempo) Me parece importante seguir compartiendo este tipo de artículos, sobre todo con carácter preventivo, no solo debemos (pre)ocuparnos de ello cuando ya lo padecemos.
La idea de que la falta de Inteligencia Emocional en una empresa, tiene un coste y que incluso con el tiempo puede llevar a la quiebra, es una idea que todavía muchas personas en el ámbito laboral son reticentes a aceptar.
Daniel Goleman nos habla en su libro “La práctica de la Inteligencia Emocional” de los errores más comunes que suelen cometer en el ámbito laboral.
Exceso de Trabajo. Mucho trabajo que hacer en muy poco tiempo.
Los recortes exigen que las personas responsables tengan que hacerse cargo de más personas a su cargo, el personal sanitario de más pacientes, en la ensañanza de más estudiantes, etc. Y en la medida en que aumenta el ritmo, la exigencia y la complejidad del trabajo, las personas se sienten más abrumadas, iniciando una escala que acorta también el tiempo que la gente dispone para recuperarse. En estas condiciones, a la corta o a la larga, el agotamiento va acumulándose y el trabajo acaba resintiéndose.
Falta de autonomía. Ser responsable del trabajo y, sin embargo, disponer de muy poco margen de maniobra acerca del modo de llevarlo a cabo.
La dirección excesivamente escrupulosa termina generando frustración porque las personas trabajadoras, que pueden descubrir formas más sencillas de realizar su trabajo, se hallan sometidos a reglas demasiado estrictas, algo que termina disminuyendo su sensación de responsabilidad, flexibilidad e innovación. En tal caso, el mensaje implícito que reciben las personas es que la empresa no tiene en cuenta sus opiniones ni respeta sus habilidades.
Remuneración insuficiente. Pagar poco por el exceso de trabajo.
Con los reajustes de plantilla, las congelaciones salariales, la actual tendencia a los contratos temporales y los recortes en algunos de los derechos de los trabajadores, éstos empiezan a perder la esperanza de que su salario aumente en la medida en que progrese su carrera profesional. En este sentido, también cabe hablar de una pérdida en la recompensa emocional del trabajo, ya que la sobrecarga de trabajo combinada con su escasa autonomía y la inseguridad laboral termina despojando al trabajo de toda satisfacción.
Pérdida de conexión. Aumento de la sensación de aislamiento en el entorno laboral.
Las relaciones personales constituyen el aglutinante humano que hace posible el éxito de los equipos de trabajo. En este sentido, la asignación indiscriminada de cometidos disminuye el grado de compromiso con el trabajo en equipo. Y, en la medida en que las relaciones van desintegrándose, se pierde también el placer que se deriva de la colaboración con nuestros compañeros de trabajo. Y esta sensación creciente de alienación alienta el conflicto y acaba erosionando los objetivos comunes y las relaciones emocionales que podrían ayudarnos a salvar tales escollos.
Injusticia.
Las desigualdades manifiestas – ya se deban a una percepción injusta del reparto de honorarios y obligaciones, al poco caso que se hace de las reclamaciones o a una política empresarial arbitraria- no hacen más que alentar el resentimiento. En este sentido, el aumento salarial de altos mandos y la congelación de los sueldos de las personas de trabajos de niveles inferiores termina socavando la confianza de éstos en la dirección de la empresa. Y, en ausencia de una comunicación abierta y sincera, el resentimiento campa por sus fueros y termina abocando a la a desconfianza, la alienación y la falta de identificación con los objetivos de la empresa.
Valoración inadecuada de los conflictos.
Discrepancia entre los valores personales y las exigencias laborales. Porque el coste que deberá pagar la persona por mentir para hacer una venta, saltarse un control para concluir un trabajo a tiempo o recurrir a técnicas maquiavélicas para sobrevivir en un entorno laboral excesivamente competitivo, le pondrá en contradicción con su propia ética. Los trabajos que se hallan reñidos con los valores personales desalientan al empleado y le llevan a poner en cuestión el sentido de lo que hace. Eso es precisamente lo que ocurre cuando la realidad cotidiana desmiente las declaraciones grandilocuentes sobre los supuestos objetivos.
Cooper Procter, uno de los dos fundadores de Procter and Gamble, declaraba en 1887:
“El principal problema de las grandes empresas de hoy en día reside en elaborar políticas que hagan sentir a cada empleado que él es un elemento esencial de la empresa. Es necesario que cada empleado se sienta personalmente responsable del éxito de la empresa y que se le ofrezca la posibilidad de recibir una parte del resultado de ese éxito”.
Es triste comprobar que hoy en día, más de 100 años después de esta reflexión, muchos empresas y entidades que siguen sin darse cuenta de lo necesario que es hacer partícipe a las personas del éxito de la empresa.